Escribidor
“Si el deseo es
carencia, qué será de nuestros sueños”
Cuando era un pibe (ocho o
nueve años) inauguraron en la esquina de casa una fuente. Como todo, al
principio tenía luces de colores y variados chorros de agua que subían y
bajaban en una coreografía exquisita. Con el tiempo las luces desaparecieron y
los chorros de agua eran un triste reflejo de la presión que ejercía la bomba.
Parece un desafío para el argentino mantener en condiciones los bienes que se
pueden compartir, las obras que nos pertenecen a todos, no es así sin embargo
con la propiedad privada; el hecho es que el instinto dañino no hizo
excepciones con la fuente. Pero antes que comenzara a deteriorase era un
verdadero lujo para le esquina de mi barrio, en todo Martín Coronado existía
nada igual. Una obra asombrosa como una palangana gigante de unos cinco o seis
metros de diámetro, toda de cemento, con esos azulejitos celestes de pileta de
natación que le daba espíritu de cielo al agua, y su anillo oblicuo que hacía
de borde (y a la vez de asiento).
Recuerdo
que en la inauguración estuvo el intendente y otras autoridades, que hubo
música y choripán, que estuvieron las cámaras de canal 7, que tocó una orquesta
sinfónica, y que le di mi primer beso a Ana Laura, motivo este para pelearme
con Riki que estaba enamorado de ella. Pero el hecho más curioso que nos llenó
de entusiasmo a mí y a Juampi, fue el momento en que todos comenzaron a arrojar
monedas a la fuente. Había olvidado por completo esta tradición, se paraban de
espaldas a la fuente, pedían un deseo y tiraban la moneda hacia atrás sin darse
vuelta antes que ésta cayera al agua, pues la condición para que el deseo se
cumpliese consistía en no ver caer la pieza ni intentar ubicarla en el fondo de
la gran pileta. Hasta mi viejo me hizo cumplir con el rito ofreciéndome una
moneda de cincuenta centavos; por supuesto los deseos no se cuentan, pero puedo
decir que Ana Laura viajó hasta el fondo de la fuente en un inocente deseo de
metal.
Con Juampi nos amotinamos al borde del
piletón comiéndonos con la mirada la cantidad de monedas que sembraban el
fondo; era impresionante, habían de todos los tamaños, pero el tamaño no nos
importaba, sino la cantidad. A simple vista era evidente que en el barrio o
sobraban los ambiciosos insatisfechos o la tentación de tirar una moneda era
muy fuerte. Con Juampi resolvimos que eran demasiados deseos para estar
ahogándose por un capricho supersticioso y comenzamos a trazar planes de cómo
nos apoderaríamos de aquel exuberante tesoro, cuándo y de qué forma; pero no
tardamos en darnos cuenta de que no éramos los únicos piratas, Jorge y Federico
miraban el fondo dorado con la misma expresión con que lo habíamos hecho
nosotros, y por cómo nos miraban de a ratos, también eran conscientes de las
intensiones que nos dominaban.
La
indiferencia fue una primera estrategia para despistar al enemigo, pero pronto
comprendimos que de nada serviría, de un momento a otro nos encontraríamos
saqueando deseos ajenos, y el conflicto sería inevitable. Decidimos pues pactar
con el enemigo y llegar a un acuerdo. La negociación fue más dura de lo que
pensábamos; Federico cedía, pero Jorge no quería saber nada, no quería
compartir ni un centavo porque decía que la idea se le había ocurrido a él
primero. Para colmo la discusión era confusa en medio de una inauguración llena
de muchedumbre, música a los palos, y amigos que se acercaban a curiosear; no
nos escuchábamos y las interrupciones nos hacían perder el hilo. Al fin y al
cabo llegamos a un arreglo, no sin antes propinarnos unas trompadas con Jorge que
insistía en su propiedad intelectual.
Combinamos a las dos de la madrugada,
cuando todo había concluido y nuestros padres dormían. Dividimos la fuente en
dos con una línea imaginaria que cruzaba de norte a sur (más o menos). El
sector Este era nuestro, y todo lo que de allí saliera lo dividiríamos en
partes iguales con Juampi; lo mismo habían arreglado Jorge y Federico. Como era
junio y hacía un frío tajante nos llevamos un piloto cada uno y las botas de
agua. De nada sirvieron, pues la fuente parecía tener un automático que cortaba
el chorro a determinada hora, a las dos de la mañana ya no funcionaba, y las
botas de goma se llenaron inmediatamente de agua ya que el nivel de ésta nos
llegaba casi hasta la entrepierna. De hecho terminamos todos mojados porque
debíamos agacharnos constantemente para recoger las monedas, mojándonos los
brazos y hasta a veces el pecho; y a medida que nos acercábamos al centro
la fuente se hacía más profunda, llegándonos el agua casi hasta el ombligo (me
acuerdo que estaba congelada). A pesar de todo trabajamos con una sorprendente
rapidez, metiendo las piezas de metal en una bolsa de supermercado; pero la
rapidez no se debía tanto al frío sino al miedo de que nos descubrieran en tan
profana empresa por un lado, y por otro a la desconfianza de que el enemigo se
pasara del límite establecido. Efectivamente hubo problemas, pues la línea
resultó ser más imaginaria de lo que habíamos creído, Federico se había pasado
más de un metro, y Jorge discutía lo mismo con Juampi, lógicamente no había
manera de comprobarlo, todos de alguna manera teníamos razón, pero a simple
vista algunas bolsas pesaban más que otras. Fue inevitable, de la discusión
pasamos a los gritos, y de los gritos a las trompadas; fue una lucha feroz pero
que a cualquiera hubiera causado gracia: cuatro mocosos golpeándose con bolsas
llenas de monedas, tirándose de los pelos, intentando ahogarse, lanzando golpes
sin dirección alguna, salpicándose agua a los ojos con violencia para cegar al
enemigo y asestarle un buen puñetazo. La riña terminó cuando logré hacerme con
la bolsa de Federico y salir corriendo a mi casa sin que este pudiera
alcanzarme; realmente le había dado una buena golpiza. Juampi no tuvo tanta
suerte, quedó rezagado y recibió una paliza que hasta el día de hoy no se
olvida; sólo pudo conservar un puñado de monedas que el muy pillo se había
encanutado en uno de los bolsillos del pantalón, pero más allá de su mala
intensión tuvo el coraje de decírmelo.
A pesar de que le insistí, Juampi no quiso
compartir el botín, no sé si fue porque se sentía culpable de la acción misma,
o si fue por las monedas que se había guardado; sólo conservó esas piezas, que
sumaban tres Australes con cincuenta y ocho centavos. Por mi parte entre lo que
le había quitado a Federico y lo que yo tomé, logré contar veinticuatro
Australes con dieciocho centavos, una interesante suma para esa época y para mi
edad por supuesto.
Me
enteré que Jorge y Federico me andaban buscando para romperme la jeta, pero
tanto Juampi como yo no nos asomamos a la calle por tres o cuatro días, no
tanto por la amenaza sino por el dolor de los golpes, la gripe, y el rumor que
circulaba por el barrio de los inadaptados que habían robado las monedas en
medio de golpes y gritos, como “bestias inescrupulosas”, según dijo
doña Regina, la vieja de la esquina de la fuente. Creo que la ‘Gallega’, la
señora del zapatero, nos vio, porque en poco tiempo se corrió la bola por el
barrio, y a pesar de que nadie nos acusó, las miradas de los vecinos llegaban
llenas de indignación atravesándonos como quien mira a un maldito violador;
hasta Aurora la quiosquera se negaba a vendernos chicles y chocolates. En
realidad los moretones y la gripe nos delataron, solo Jorge zafó de golpes
visibles y de las anginas; maldito egoísta.
Pero todo no terminó ahí; las monedas
seguían cayendo a la fuente, y nuestros enemigos decidieron ser los únicos con
derecho a ellas; montaban guardia constantemente y se adueñaban de todo lo que
en la fuente caía. Luego de varios intentos desistimos con Juampi intentar
destruir aquel injusto monopolio; las palizas que recibimos nos sirvieron de
lección. Solo de vez en cuando podíamos rescatar algunas monedas para comprar
golosinas.
A diferencia de todos, la parte de mi
botín no la había gastado, en realidad sólo la mitad, o casi la mitad. La causa
era que mis padres sospechaban de mí por culpa de esa Gallega podrida y
chusmosa que no sé qué le había dicho a mi vieja en la feria de los jueves. Así
que tenía escondidas las monedas en un doble fondo que tenía mi armario, justo
donde guardaba las zapatillas. Como era sospechoso de robo no podía darme
grandes lujos en mis gastos, sólo de vez en cuando alguna monedita de cincuenta
centavos, o una cuantas de diez o de cinco.
Cuando
la fuente comenzó a perder una de sus primeras luces y el barrio se fue
olvidando de tan aberrante hecho, comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Mi papá
ganó un auto en una rifa de los bomberos, que él juraba nunca había comprado;
le aumentaron el sueldo en el trabajo más del cien por cien, pudo terminar su
curso de perfeccionamiento que tanto le había costado, y se murió su jefe de un
terrible accidente. Mi mamá se curó de la celulitis y del nervio ciático que
tanto la torturaba, inexplicablemente se puso más linda y tanto los vecinos
como los compañeros del trabajo la comenzaron a cortejar; también tuvo aumento
de sueldo, y sacó mil Australes a la quiniela; quedó embarazada, y ganó un
viaje al caribe en un extraño sorteo de no sé qué agencia de turismo; yo por mi
parte salí mejor compañero de mi grado, ganamos el campeonato de fútbol en
donde yo fui goleador, se enamoraron de mí Graciela, Betty, Florencia y Romina;
también mujeres más grandes que yo como Patricia de séptimo, Érica la rubia de
la vuelta de casa de quince años, y otras más que se acercaban a mí y me
halagaban; pero por otra parte perdí a Ana Laura, que de un día para otro
comenzó a visitar a Juampi. Y eso fue lo peor que me podía haber pasado porque
yo estaba enamorado de ella, nos dimos nuestro primer beso, y eso sellaba algo
especial entre nosotros, incluso llegué a jurarle que nos casaríamos, y estaba
seguro de ello.
Pero aquel desencanto me abrió los ojos,
me hizo comprender lo que realmente estaba pasando, lo extraño de todas estas
cosas. La clave estaba en las monedas, pero no en el valor de las piezas sino
en los deseos que ellas contenían. Recordé inmediatamente la moneda de
cincuenta centavos que me había hecho tirar mi viejo y el deseo que yo pedí,
seguramente esa moneda la tenía Juampi, y si así era debía recuperarla o perder
para siempre a Ana Laura. También caí en cuenta de la buena racha que había
caído sobre mi familia y la posible vinculación con las monedas que yo escondía
en mi cuarto. Sin perder tiempo corrí hacia lo de mi amigo y le pregunté si
había conservado alguna de las piezas que habíamos robado de la fuente, como
era de esperar me contestó sorprendido que sí, que había guardado una extraña
moneda de origen español y una de cincuenta centavos que no sabía por qué le
llamaba la atención. Sin rodeos le dije que ese metal era mío y le conté la
verdad para que no pensara que era por el dinero. Fue el peor error que pude
haber cometido en mi vida, Ana Laura era hermosa, y por supuesto ni Juampi ni
ningún otro estaría dispuesto a perderla, menos ahora que sabía la verdad sobre
aquella moneda que le daba poder. Se negó rotundamente a devolvérmela, y a
pesar del dolor que me causó en el alma terminamos a las piñas. Obviamente lo
llené de dedos, mi amigo nunca fue ágil para pelear; pero mi superioridad
estaba vacía de gloria, no había conseguido la moneda.
Fue una semana llena de nervios y
rencores, no sabía que hacer, iba a la casa de Juampi y le pedía a gritos que
me devolviera los cincuenta centavos, que si me los daba yo estaba dispuesto a
regalarle todas las otras monedas; pero a cambio solo recibía un profundo
silencio. Esta manifestación de mi angustia atrajo la atención de todo el
barrio, y por supuesto los infaltables comentarios de la chusma siempre alerta.
Así muchos comenzaron a ver que los éxitos conseguidos por mi familia eran
casualmente deseos ajenos; el recuerdo del día de la inauguración se abalanzó
sobre todos comenzando a reconocer deseos olvidados, y por qué no, a justificar
su envidia reprimida. A los pocos días teníamos una turba de vecinos en la
puerta de casa reclamando se les devolviese las monedas que yo atrevidamente me
había robado. No me olvido más que mis padres estaban alterados, no sabían que
hacer, no entendían nada, tenían en la puerta una manifestación de vecinos
desquiciados; por ejemplo Cuca, la peluquera; exigía que le reintegrasen su
moneda de diez centavos en la cual había depositado su deseo de belleza;
Augusto, el vecino de enfrente, reclamaba una de veinticinco centavos con la
cual pidió un aumento de sueldo; Paulino, el cocinero de no sé qué restaurante,
decía ser de su propiedad una de cinco centavos con la que había deseado ganar
la rifa de los bomberos; la Gallega, doña Esther, e Isolina, reclamaban no
sé cuantas con las cuales habían pedido salud, dinero y amor;
Sonia, la esposa del carnicero, exigía a toda furia tres de cincuenta centavos
que había arrojado a la fuente con la esperanza de ganar la quiniela; y así
cientos de reclamos, entre los cuales había muchos que no correspondían a mi
botín.
Mis viejos visiblemente consternados me
pidieron les explicara que estaba pasando, y yo temeroso de que todo aquello
terminara en un desastre les conté lo que habíamos hecho aquella noche de junio
con Juampi, Fede y Jorge. Realmente no lo podían creer, y pese a todo lo que
habían conseguido, en un ataque de moralismo, me pidieron las monedas para
devolverlas. Fui hasta mi armario, tomé todas las que había, y se las di a mi
viejo. Éste haciendo gala de su buena voluntad se acercó a la manifestación y
pidió amablemente que de a uno se acercaran a reconocer, si podían, lo que les
pertenecía. Pero el remedio fue peor que la enfermedad, pronto todo fue un
revuelo, se peleaban entre todos, las monedas obviamente eran muchas y todas
iguales. El desorden llegó a tal punto que la violencia se hizo presente, y la
ley del más fuerte se hizo valer; cada cual se llevó lo que pudo.
En
pocas semanas mis padres fueron perdiendo lo que habían conseguido en pocos
días, y mis vecinos se vieron bendecidos por cosas que tampoco eran suyas,
creando esta situación una especie de guerra civil entre ellos, ya que las
monedas nunca fueron a parar a su verdadero dueño, y tampoco nadie quería
desprenderse de las que había arrebatado, reclamándose unos a otros deseos que
deseaban poseer.
Pero sinceramente poco me importaba todo
lo que habíamos perdido, puesto que nada de ello nos correspondía por derecho,
y nuestra vida volvía a ser la de antes, sin nada más ni nada menos. Pero
algo sí me corroía el alma: yo había perdido algo que ya tenía de antes y no lo
recuperaría más; había perdido el amor de una mujer en un estúpido deseo
depositado en una insignificante moneda, un deseo que más allá de ser una
carencia debía haber sido un hecho. Comprendí sin embargo que si me daba por
vencido estaba perdido para siempre. Así que me decidí a hacer uso de mi
astucia y fui a visitar a Leo, después de mí, el mejor amigo de Juampi. A pesar
de que él estaba al tanto del increíble episodio de las monedas, no sabía nada
sobre la que yo más deseaba; así que le conté la historia de Ana Laura y le juré
que si conseguía quitarle la moneda a su amigo, yo le daría a cambio diez mucho
más valiosas (mentira porque ya las había devuelto todas, pero dicen que el que
no llora no mama...). Aceptó entusiasmado, pero me dijo que sería un tanto
difícil, porque como yo sabía la madre de Juampi no quería que nadie jugara en
el cuarto, pero que haría todo lo posible.
Realmente Leo había demostrado ser todo un
maestro en el arte de la sustracción, a los pocos días pude ver como Ana Laura
dejaba de frecuentar la casa de mí ex amigo. Éste, supongo que lleno de
vergüenza, no salió a la calle por un par de semanas. Pero a Leo tampoco lo
volví a ver, y lo más desagradable de todo fue que ahora Ana Laura visitaba
asiduamente la casa de este traidor. No podía creer mi suerte, ya no tenía
ganas de pelear ni de buscarle la vuelta al asunto, simplemente me resigné de
que la había perdido para siempre. Sólo para descargarme la angustia fui a la
casa de mi abuelo y le conté mi desgracia; el viejo, que nada tenía de sonso y
la sabiduría le sobraba en años, me dio la solución. Estúpido de mí que no me
di cuenta antes, era tan sencillo y me hubiera ahorrado tantos problemas, que
no pude hacer más que reírme a carcajadas con mi abuelo, un genio el viejo.
Para ser lo más cínico posible lo elegí al
mismo Leo; lo busqué incansablemente, pero como era de esperar se hacía negar
con la madre: no está, está durmiendo, todavía no vino, está con “la
novia”, etc. Cansado de tanta persecución lo fui a esperar a la salida de
la escuela, esa que está en la otra esquina de la fuente. Como él iba a la
mañana y yo a la tarde me hice una escapada antes de comer. Lo distinguí entre
tantos guardapolvos blancos por ser el más alto; cuando me vio se quería matar,
no sabía dónde esconderse, pero se hizo el zorro y me recibió con un apretón de
manos, yo para ser más falso lo abrasé y le di un beso. Le dije casi
confidencialmente que tenía algo que contarle y le pedí que nos sentáramos en
la fuente para estar más cómodos. Caminamos hasta allá en compañía de un silencio
incómodo; la fuente estaba encendida, los chorros de agua ya no danzaban
coreográficamente, pero por lo menos conservaban su dignidad a una altura
bastante considerable. Al llegar advertimos que unos pibes (unos botelleros que
habían estacionado su carro en la esquina) se bañaban y jugaban allí dentro; me
acuerdo que hacía mucho calor, ya estabamos a fines de octubre; miré el fondo,
ya no habían monedas, solo el rastro de oxido de algunas de ellas, la huella
dorada de que alguna vez los deseos sembraron aquel lugar. Leo advirtió mi
mirada y recordó conmigo el gracioso episodio de aquella noche de junio; sin
perder la oportunidad aproveché aquel momento y le conté como la noche de la
inauguración mi papá me dio una moneda de cincuenta centavos y me animó a que
pidiera un deseo, y ahí nomás le confesé que mi deseo había sido que Ana Laura
me amara para siempre, porque yo sentía eso por ella. Leo me miró con una rara
impresión en su rostro, yo también sentí algo dentro de mí, pero antes que
acertara a decirle nada él me dijo: “Los deseos no se cuentan boludo”.
Y con esa frase se dio cuenta que el poder de la moneda se desvanecía. Se quedó
inmóvil, quizás masticando sus últimas palabras, me miró con una media sonrisa
en su cara aceptando seguramente la derrota, y me felicitó con un: “sos
un hijo de puta”.
Días después, luego que Ana Laura dejara
de visitar su casa, me devolvió la moneda y me pidió disculpas, me dijo que me
había traicionado porque al poseer la moneda él también se había enamorado de
ella, pero que mi astucia había roto el encanto, así lo sintió cuando le confié
mi deseo. Hoy en día es uno de mis más preciados amigos y padrino de Fabián, mi
hijo.
Esa misma tarde, sentados en el mismo
lugar en que se había producido el desencanto, Ana Laura me confesó su amor.
Luego de más de diez años de noviazgo, de peleas y reconciliaciones, nos
casamos; tuvimos a Fabián, y nos mudamos a una casa que da frente a la fuente
(manantial trágico de nuestro amor). Todas las tardes, después de tomar mate,
nos sentamos en el borde de ésta con los pies hacia dentro, y nos sentimos
felices viendo a nuestro hijo jugar dentro de la fuente vacía. Ya no hay más
agua, ni luces, ni tampoco monedas con deseos olvidados; la única moneda llena
de nostalgia es la que cuelga de mi cuello, moneda que todavía guarda el
secreto de un deseo... que por supuesto no se puede contar (nadie lo sabe).
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