¡A las Barricadas!

Nietzsche Guevara
Revolucionario Bohemio



Estoy harto de todo esto. Hundido en esa náusea existencial de la que habla Sartre en su novela. Siento nostalgia de aquellas épocas de represión que le daban sentido y valor a las protestas sociales, marchas y piquetes. Extraño los gases lacrimógenos y las balas de goma, las emboscadas de la caballería o el grupo motorizado de la Federal. Ardo en deseos de volver a estar en esas improvisadas barricadas callejeras, armados con palos y piedras, sintiendo el valor espartano a la hora de la batalla, o creyéndonos viejos anarquistas viendo volar las bombas molotov sobre los carros hidrantes.
Siento náuseas hasta el hastío en esta paz moribunda entre dominantes y dominados. El repliegue del aparato represivo estatal como estrategia cínica para dejar al desnudo una indiferencia asesina ante el grito agónico de la señora Democracia. El poder no quiere pagar más los costos políticos de nuevos mártires sociales.
La náusea roza la arcada cuando veo marchas del silencio, que sepultan gritos de venganza sobre toneladas de culpa y vergüenza, mientras los medios de comunicación con sus sofismos baratos aplauden este símbolo de debilidad extrema en aquellos que deberían haber incendiado Roma.
Me hundo en la tristeza y la decepción cuando esos piquetes en avenidas y rutas, que antaño eran reprimidos, son abandonados a su suerte, para que la estúpida sociedad los condene desde los noticieros que son Vox Populi.
El poder cambió sus armas. La represión hoy se hace a través de los medios de comunicación. El poder hipnótico del Gran Hermano logró expandir el virus del Miedo Abstractro (miedo a la inseguridad, a la gripe A, a la crisis económica, a la devaluación). El hombre perdió el miedo al hombre, esa es la náusea y el vacío. El hombre al perder el miedo perdió el respeto, no solo a sus enemigos, sino a sus semejantes. Nos enseñaron a odiar y despreciar, nos envenenaron el alma con el evangelio de la venganza y el resentimiento. Empequeñecidos por una ética tibia y relativa, disminuidos por una moral de esclavos sadomasoquistas, nos rasgamos las vestiduras cuando vemos el nicho de corrupción y delito que anida en el poder, mientras nos refugiamos en nuestras cómodas costumbres que viste nuestra hipocresía y aplaca con sobornos nuestra buena conciencia. Luego ejercemos nuestra ciudadanía lavándonos las manos en el cuarto oscuro, donde nuestro anonimato se refugia en el voto secreto.
No hay posibilidades de una revolución en un mundo de apariencias trasvestidas y caudillos discretos. No hay esperanzas de cambio en un pueblo adormecido en una paz que no se merece y que nunca conquistó. Mejores eran las épocas de mano dura y persecuciones, donde había que tomar partido y jugárselas, sin medias tintas ni doble discurso. Es preferible la violencia explícita de un dictador nazi, al genocidio indirecto de demócratas populares que esconden sus esvásticas y sus colmillos detrás de símbolos patrios.
La violencia de hoy es peor que la de ayer. El enemigo no tiene rostro. La traición del Poder es no mostrarse como verdaderamente es. Pero el ciudadano también se traiciona vendiéndole el alma al sistema mientras se queja por Facebook de lo injusto que es el mundo.
Siento náuseas. Siento nostalgia. Que vuelvan los Cordobazos, las barricadas, los palos y las balas. Que las marchas rompan el silencio que reprime el grito de batalla, que el estallido social no se refugie en banderas partidarias ni privilegios de clases, para que el poder político sienta de una vez por todas una amenaza real, el miedo a morir linchados por una turba iracunda.
Basta de cacerolazos. Me da vergüenza ajena esa protesta de ama de casa enojada. Es la peor expresión de una protesta, nacida del medio pelo argentino para sentirse protagonista de absolutamente nada. ¿Quién puede temerle a toda esa gente asustada por ver amenazados sus mezquinos privilegios de clase? ¿Qué seriedad tiene un movimiento que no pretende cambiar absolutamente nada sino cuidar celosamente el status quo?
Necesitamos una guerra total contra el Totalitarismo, vivir más peligrosamente. El mundo necesita volver a ser conquistado. Que esta paz de esclavos se derrumbe y solo los valientes vuelvan a medir sus fuerzas y dictar sus propios valores. Quizás retrocedamos cien años. Pero que más da. Sin náuseas y sin hastío tal vez se pueda construir algo más que una colonia agropecuaria al servicio de su Majestad.
¡Queremos represión, palos y balas de goma! ¡Queremos que se pudra todo para que de una vez por todas comience la revolución!

El Rey de Copas

Vito Sosa
Escribidor



Ser un rey de copas no tiene nada que ver con la baraja española. Habrá reyes de espadas, reyes del oro, reyes de madera, pero rey de copas hay uno solo, yo. He vaciado tantas copas, y viciado tantos tragos, que sería imposible llevar la cuenta. Quizá se pueda contar, pero no con los dedos, con la lengua y la boca sí, que no solo sirven para tomar, sino para contar cuanto se ha tomado pese a que uno ya no se acuerde, porque precisamente se toma para olvidar, cuánto.
Soy el rey de copas. Indiscutiblemente. Nadie me supera ni me superará. Alcanzarme sería la muerte a mitad de camino. Muchos sucumben en coma alcohólico antes de que yo logre entonarme, y las copas mueren vacías delante de mis narices que resoplan con el aliento de un dragón. No hay trago que me pueda resistir, los extingo como se apaga una velita de cumpleaños con dos dedos húmedos de saliva.  Nadie puede seguirme ni alcanzarme, por eso yo y mi borrachera, solos, naufragando en estos agitados mares de espuma etílica y horizontes de olvido. Sólo, en este enredo confuso de diálogos con nadie, de palabras huérfanas de sentido, y esas carcajadas resbalosas que me atacan al verme tan ridículo en este trono sin reino.
Tres días de curda me dan coraje para escribir y seguir tomando. De bar en bar, de copetín en copetín voy pasando sin gloria, ensuciando esta libreta con lo que vuelca el temblor de mis manos, con lo que ellas escriben sin que yo pueda pensar, sin que yo decida que. Ya no recuerdo ni cómo me llamo, ni por qué estoy en este bar hediondo de Once, ni por qué el barman, ese negro grandote y feo me amenaza desde el otro lado de la barra. Yo sigo escribiendo con la seguridad de que tarde o temprano me van a golpear, esa degenerada emoción me gusta, ese violento beso de las buenas noches y un despertar lleno de dolores y preguntas, y luego.
Es la única satisfacción que tengo, el orgullo que le da sentido a mi vida. Este trono sin reino, este rey de copas que soy. El negro me amenaza de nuevo y yo soy el rey que lo manda a la horca, que ve el dogal tenso en su cuello mientras el patíbulo rechina al vaivén de péndulo de un cuerpo todavía convulsivo.
La copa está seca de nuevo y el negro no la quiere llenar más. Parece que me conoce bastante bien, pero sin embargo no me respeta, y se ríe cuando le digo que soy rey y trono sin reino (¿o reino sin trono?). Me sigue amenazando lleno de furia. Es la tercera vez que me golpea en la cara. Las otras dos no me dio tiempo a escribirlo.
Ahora ya no me acuerdo qué es lo que estaba escribiendo, ni puedo leer lo que ya está escrito. Nada importante seguro, a quién le puede interesar lo que escribe un borracho, si ya ni a los reyes se les tiene respeto que se los golpea y se los insulta y amenazan, y de una patada en el culo van a parar a la calle destronados de la barra, desterrados de un reino sin soberanos, lleno de copas que quedan vacías por la mañana y los bolsillos sin un cobre y una sed que me llena de preguntas, y quizá también. Mejor terminar con esto y buscar otro trono que me aguante hasta el mediodía, aunque sea.