La fuente de los deseos

Vito Sosa
Escribidor




“Si el deseo es carencia, qué será de nuestros sueños”
 Cuando era un pibe (ocho o nueve años) inauguraron en la esquina de casa una fuente. Como todo, al principio tenía luces de colores y variados chorros de agua que subían y bajaban en una coreografía exquisita. Con el tiempo las luces desaparecieron y los chorros de agua eran un triste reflejo de la presión que ejercía la bomba. Parece un desafío para el argentino mantener en condiciones los bienes que se pueden compartir, las obras que nos pertenecen a todos, no es así sin embargo con la propiedad privada; el hecho es que el instinto dañino no hizo excepciones con la fuente. Pero antes que comenzara a deteriorase era un verdadero lujo para le esquina de mi barrio, en todo Martín Coronado existía nada igual. Una obra asombrosa como una palangana gigante de unos cinco o seis metros de diámetro, toda de cemento, con esos azulejitos celestes de pileta de natación que le daba espíritu de cielo al agua, y su anillo oblicuo que hacía de borde (y a la vez de asiento).
Recuerdo que en la inauguración estuvo el intendente y otras autoridades, que hubo música y choripán, que estuvieron las cámaras de canal 7, que tocó una orquesta sinfónica, y que le di mi primer beso a Ana Laura, motivo este para pelearme con Riki que estaba enamorado de ella. Pero el hecho más curioso que nos llenó de entusiasmo a mí y a Juampi, fue el momento en que todos comenzaron a arrojar monedas a la fuente. Había olvidado por completo esta tradición, se paraban de espaldas a la fuente, pedían un deseo y tiraban la moneda hacia atrás sin darse vuelta antes que ésta cayera al agua, pues la condición para que el deseo se cumpliese consistía en no ver caer la pieza ni intentar ubicarla en el fondo de la gran pileta. Hasta mi viejo me hizo cumplir con el rito ofreciéndome una moneda de cincuenta centavos; por supuesto los deseos no se cuentan, pero puedo decir que Ana Laura viajó hasta el fondo de la fuente en un inocente deseo de metal.
Con Juampi nos amotinamos al borde del piletón comiéndonos con la mirada la cantidad de monedas que sembraban el fondo; era impresionante, habían de todos los tamaños, pero el tamaño no nos importaba, sino la cantidad. A simple vista era evidente que en el barrio o sobraban los ambiciosos insatisfechos o la tentación de tirar una moneda era muy fuerte. Con Juampi resolvimos que eran demasiados deseos para estar ahogándose por un capricho supersticioso y comenzamos a trazar planes de cómo nos apoderaríamos de aquel exuberante tesoro, cuándo y de qué forma; pero no tardamos en darnos cuenta de que no éramos los únicos piratas, Jorge y Federico miraban el fondo dorado con la misma expresión con que lo habíamos hecho nosotros, y por cómo nos miraban de a ratos, también eran conscientes de las intensiones que nos dominaban.
La indiferencia fue una primera estrategia para despistar al enemigo, pero pronto comprendimos que de nada serviría, de un momento a otro nos encontraríamos saqueando deseos ajenos, y el conflicto sería inevitable. Decidimos pues pactar con el enemigo y llegar a un acuerdo. La negociación fue más dura de lo que pensábamos; Federico cedía, pero Jorge no quería saber nada, no quería compartir ni un centavo porque decía que la idea se le había ocurrido a él primero. Para colmo la discusión era confusa en medio de una inauguración llena de muchedumbre, música a los palos, y amigos que se acercaban a curiosear; no nos escuchábamos y las interrupciones nos hacían perder el hilo. Al fin y al cabo llegamos a un arreglo, no sin antes propinarnos unas trompadas con Jorge que insistía en su propiedad intelectual.
Combinamos a las dos de la madrugada, cuando todo había concluido y nuestros padres dormían. Dividimos la fuente en dos con una línea imaginaria que cruzaba de norte a sur (más o menos). El sector Este era nuestro, y todo lo que de allí saliera lo dividiríamos en partes iguales con Juampi; lo mismo habían arreglado Jorge y Federico. Como era junio y hacía un frío tajante nos llevamos un piloto cada uno y las botas de agua. De nada sirvieron, pues la fuente parecía tener un automático que cortaba el chorro a determinada hora, a las dos de la mañana ya no funcionaba, y las botas de goma se llenaron inmediatamente de agua ya que el nivel de ésta nos llegaba casi hasta la entrepierna. De hecho terminamos todos mojados porque debíamos agacharnos constantemente para recoger las monedas, mojándonos los brazos y hasta a veces el pecho; y a medida que nos acercábamos al centro la fuente se hacía más profunda, llegándonos el agua casi hasta el ombligo (me acuerdo que estaba congelada). A pesar de todo trabajamos con una sorprendente rapidez, metiendo las piezas de metal en una bolsa de supermercado; pero la rapidez no se debía tanto al frío sino al miedo de que nos descubrieran en tan profana empresa por un lado, y por otro a la desconfianza de que el enemigo se pasara del límite establecido. Efectivamente hubo problemas, pues la línea resultó ser más imaginaria de lo que habíamos creído, Federico se había pasado más de un metro, y Jorge discutía lo mismo con Juampi, lógicamente no había manera de comprobarlo, todos de alguna manera teníamos razón, pero a simple vista algunas bolsas pesaban más que otras. Fue inevitable, de la discusión pasamos a los gritos, y de los gritos a las trompadas; fue una lucha feroz pero que a cualquiera hubiera causado gracia: cuatro mocosos golpeándose con bolsas llenas de monedas, tirándose de los pelos, intentando ahogarse, lanzando golpes sin dirección alguna, salpicándose agua a los ojos con violencia para cegar al enemigo y asestarle un buen puñetazo. La riña terminó cuando logré hacerme con la bolsa de Federico y salir corriendo a mi casa sin que este pudiera alcanzarme; realmente le había dado una buena golpiza. Juampi no tuvo tanta suerte, quedó rezagado y recibió una paliza que hasta el día de hoy no se olvida; sólo pudo conservar un puñado de monedas que el muy pillo se había encanutado en uno de los bolsillos del pantalón, pero más allá de su mala intensión tuvo el coraje de decírmelo.
A pesar de que le insistí, Juampi no quiso compartir el botín, no sé si fue porque se sentía culpable de la acción misma, o si fue por las monedas que se había guardado; sólo conservó esas piezas, que sumaban tres Australes con cincuenta y ocho centavos. Por mi parte entre lo que le había quitado a Federico y lo que yo tomé, logré contar veinticuatro Australes con dieciocho centavos, una interesante suma para esa época y para mi edad por supuesto.
Me enteré que Jorge y Federico me andaban buscando para romperme la jeta, pero tanto Juampi como yo no nos asomamos a la calle por tres o cuatro días, no tanto por la amenaza sino por el dolor de los golpes, la gripe, y el rumor que circulaba por el barrio de los inadaptados que habían robado las monedas en medio de golpes y gritos, como “bestias inescrupulosas”, según dijo doña Regina, la vieja de la esquina de la fuente. Creo que la ‘Gallega’, la señora del zapatero, nos vio, porque en poco tiempo se corrió la bola por el barrio, y a pesar de que nadie nos acusó, las miradas de los vecinos llegaban llenas de indignación atravesándonos como quien mira a un maldito violador; hasta Aurora la quiosquera se negaba a vendernos chicles y chocolates. En realidad los moretones y la gripe nos delataron, solo Jorge zafó de golpes visibles y de las anginas; maldito egoísta.
Pero todo no terminó ahí; las monedas seguían cayendo a la fuente, y nuestros enemigos decidieron ser los únicos con derecho a ellas; montaban guardia constantemente y se adueñaban de todo lo que en la fuente caía. Luego de varios intentos desistimos con Juampi intentar destruir aquel injusto monopolio; las palizas que recibimos nos sirvieron de lección. Solo de vez en cuando podíamos rescatar algunas monedas para comprar golosinas.
A diferencia de todos, la parte de mi botín no la había gastado, en realidad sólo la mitad, o casi la mitad. La causa era que mis padres sospechaban de mí por culpa de esa Gallega podrida y chusmosa que no sé qué le había dicho a mi vieja en la feria de los jueves. Así que tenía escondidas las monedas en un doble fondo que tenía mi armario, justo donde guardaba las zapatillas. Como era sospechoso de robo no podía darme grandes lujos en mis gastos, sólo de vez en cuando alguna monedita de cincuenta centavos, o una cuantas de diez o de cinco.
Cuando la fuente comenzó a perder una de sus primeras luces y el barrio se fue olvidando de tan aberrante hecho, comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Mi papá ganó un auto en una rifa de los bomberos, que él juraba nunca había comprado; le aumentaron el sueldo en el trabajo más del cien por cien, pudo terminar su curso de perfeccionamiento que tanto le había costado, y se murió su jefe de un terrible accidente. Mi mamá se curó de la celulitis y del nervio ciático que tanto la torturaba, inexplicablemente se puso más linda y tanto los vecinos como los compañeros del trabajo la comenzaron a cortejar; también tuvo aumento de sueldo, y sacó mil Australes a la quiniela; quedó embarazada, y ganó un viaje al caribe en un extraño sorteo de no sé qué agencia de turismo; yo por mi parte salí mejor compañero de mi grado, ganamos el campeonato de fútbol en donde yo fui goleador, se enamoraron de mí Graciela, Betty, Florencia y Romina; también mujeres más grandes que yo como Patricia de séptimo, Érica la rubia de la vuelta de casa de quince años, y otras más que se acercaban a mí y me halagaban; pero por otra parte perdí a Ana Laura, que de un día para otro comenzó a visitar a Juampi. Y eso fue lo peor que me podía haber pasado porque yo estaba enamorado de ella, nos dimos nuestro primer beso, y eso sellaba algo especial entre nosotros, incluso llegué a jurarle que nos casaríamos, y estaba seguro de ello.
Pero aquel desencanto me abrió los ojos, me hizo comprender lo que realmente estaba pasando, lo extraño de todas estas cosas. La clave estaba en las monedas, pero no en el valor de las piezas sino en los deseos que ellas contenían. Recordé inmediatamente la moneda de cincuenta centavos que me había hecho tirar mi viejo y el deseo que yo pedí, seguramente esa moneda la tenía Juampi, y si así era debía recuperarla o perder para siempre a Ana Laura. También caí en cuenta de la buena racha que había caído sobre mi familia y la posible vinculación con las monedas que yo escondía en mi cuarto. Sin perder tiempo corrí hacia lo de mi amigo y le pregunté si había conservado alguna de las piezas que habíamos robado de la fuente, como era de esperar me contestó sorprendido que sí, que había guardado una extraña moneda de origen español y una de cincuenta centavos que no sabía por qué le llamaba la atención. Sin rodeos le dije que ese metal era mío y le conté la verdad para que no pensara que era por el dinero. Fue el peor error que pude haber cometido en mi vida, Ana Laura era hermosa, y por supuesto ni Juampi ni ningún otro estaría dispuesto a perderla, menos ahora que sabía la verdad sobre aquella moneda que le daba poder. Se negó rotundamente a devolvérmela, y a pesar del dolor que me causó en el alma terminamos a las piñas. Obviamente lo llené de dedos, mi amigo nunca fue ágil para pelear; pero mi superioridad estaba vacía de gloria, no había conseguido la moneda.
Fue una semana llena de nervios y rencores, no sabía que hacer, iba a la casa de Juampi y le pedía a gritos que me devolviera los cincuenta centavos, que si me los daba yo estaba dispuesto a regalarle todas las otras monedas; pero a cambio solo recibía un profundo silencio. Esta manifestación de mi angustia atrajo la atención de todo el barrio, y por supuesto los infaltables comentarios de la chusma siempre alerta. Así muchos comenzaron a ver que los éxitos conseguidos por mi familia eran casualmente deseos ajenos; el recuerdo del día de la inauguración se abalanzó sobre todos comenzando a reconocer deseos olvidados, y por qué no, a justificar su envidia reprimida. A los pocos días teníamos una turba de vecinos en la puerta de casa reclamando se les devolviese las monedas que yo atrevidamente me había robado. No me olvido más que mis padres estaban alterados, no sabían que hacer, no entendían nada, tenían en la puerta una manifestación de vecinos desquiciados; por ejemplo Cuca, la peluquera; exigía que le reintegrasen su moneda de diez centavos en la cual había depositado su deseo de belleza; Augusto, el vecino de enfrente, reclamaba una de veinticinco centavos con la cual pidió un aumento de sueldo; Paulino, el cocinero de no sé qué restaurante, decía ser de su propiedad una de cinco centavos con la que había deseado ganar la rifa de los bomberos; la Gallega, doña Esther, e Isolina, reclamaban no sé cuantas con las cuales habían pedido salud, dinero y amor; Sonia, la esposa del carnicero, exigía a toda furia tres de cincuenta centavos que había arrojado a la fuente con la esperanza de ganar la quiniela; y así cientos de reclamos, entre los cuales había muchos que no correspondían a mi botín.
Mis viejos visiblemente consternados me pidieron les explicara que estaba pasando, y yo temeroso de que todo aquello terminara en un desastre les conté lo que habíamos hecho aquella noche de junio con Juampi, Fede y Jorge. Realmente no lo podían creer, y pese a todo lo que habían conseguido, en un ataque de moralismo, me pidieron las monedas para devolverlas. Fui hasta mi armario, tomé todas las que había, y se las di a mi viejo. Éste haciendo gala de su buena voluntad se acercó a la manifestación y pidió amablemente que de a uno se acercaran a reconocer, si podían, lo que les pertenecía. Pero el remedio fue peor que la enfermedad, pronto todo fue un revuelo, se peleaban entre todos, las monedas obviamente eran muchas y todas iguales. El desorden llegó a tal punto que la violencia se hizo presente, y la ley del más fuerte se hizo valer; cada cual se llevó lo que pudo.
En pocas semanas mis padres fueron perdiendo lo que habían conseguido en pocos días, y mis vecinos se vieron bendecidos por cosas que tampoco eran suyas, creando esta situación una especie de guerra civil entre ellos, ya que las monedas nunca fueron a parar a su verdadero dueño, y tampoco nadie quería desprenderse de las que había arrebatado, reclamándose unos a otros deseos que deseaban poseer.
Pero sinceramente poco me importaba todo lo que habíamos perdido, puesto que nada de ello nos correspondía por derecho, y nuestra vida volvía a ser la de antes, sin nada más ni nada menos. Pero algo sí me corroía el alma: yo había perdido algo que ya tenía de antes y no lo recuperaría más; había perdido el amor de una mujer en un estúpido deseo depositado en una insignificante moneda, un deseo que más allá de ser una carencia debía haber sido un hecho. Comprendí sin embargo que si me daba por vencido estaba perdido para siempre. Así que me decidí a hacer uso de mi astucia y fui a visitar a Leo, después de mí, el mejor amigo de Juampi. A pesar de que él estaba al tanto del increíble episodio de las monedas, no sabía nada sobre la que yo más deseaba; así que le conté la historia de Ana Laura y le juré que si conseguía quitarle la moneda a su amigo, yo le daría a cambio diez mucho más valiosas (mentira porque ya las había devuelto todas, pero dicen que el que no llora no mama...). Aceptó entusiasmado, pero me dijo que sería un tanto difícil, porque como yo sabía la madre de Juampi no quería que nadie jugara en el cuarto, pero que haría todo lo posible.
Realmente Leo había demostrado ser todo un maestro en el arte de la sustracción, a los pocos días pude ver como Ana Laura dejaba de frecuentar la casa de mí ex amigo. Éste, supongo que lleno de vergüenza, no salió a la calle por un par de semanas. Pero a Leo tampoco lo volví a ver, y lo más desagradable de todo fue que ahora Ana Laura visitaba asiduamente la casa de este traidor. No podía creer mi suerte, ya no tenía ganas de pelear ni de buscarle la vuelta al asunto, simplemente me resigné de que la había perdido para siempre. Sólo para descargarme la angustia fui a la casa de mi abuelo y le conté mi desgracia; el viejo, que nada tenía de sonso y la sabiduría le sobraba en años, me dio la solución. Estúpido de mí que no me di cuenta antes, era tan sencillo y me hubiera ahorrado tantos problemas, que no pude hacer más que reírme a carcajadas con mi abuelo, un genio el viejo.
Para ser lo más cínico posible lo elegí al mismo Leo; lo busqué incansablemente, pero como era de esperar se hacía negar con la madre: no está, está durmiendo, todavía no vino, está con “la novia”, etc. Cansado de tanta persecución lo fui a esperar a la salida de la escuela, esa que está en la otra esquina de la fuente. Como él iba a la mañana y yo a la tarde me hice una escapada antes de comer. Lo distinguí entre tantos guardapolvos blancos por ser el más alto; cuando me vio se quería matar, no sabía dónde esconderse, pero se hizo el zorro y me recibió con un apretón de manos, yo para ser más falso lo abrasé y le di un beso. Le dije casi confidencialmente que tenía algo que contarle y le pedí que nos sentáramos en la fuente para estar más cómodos. Caminamos hasta allá en compañía de un silencio incómodo; la fuente estaba encendida, los chorros de agua ya no danzaban coreográficamente, pero por lo menos conservaban su dignidad a una altura bastante considerable. Al llegar advertimos que unos pibes (unos botelleros que habían estacionado su carro en la esquina) se bañaban y jugaban allí dentro; me acuerdo que hacía mucho calor, ya estabamos a fines de octubre; miré el fondo, ya no habían monedas, solo el rastro de oxido de algunas de ellas, la huella dorada de que alguna vez los deseos sembraron aquel lugar. Leo advirtió mi mirada y recordó conmigo el gracioso episodio de aquella noche de junio; sin perder la oportunidad aproveché aquel momento y le conté como la noche de la inauguración mi papá me dio una moneda de cincuenta centavos y me animó a que pidiera un deseo, y ahí nomás le confesé que mi deseo había sido que Ana Laura me amara para siempre, porque yo sentía eso por ella. Leo me miró con una rara impresión en su rostro, yo también sentí algo dentro de mí, pero antes que acertara a decirle nada él me dijo: “Los deseos no se cuentan boludo”. Y con esa frase se dio cuenta que el poder de la moneda se desvanecía. Se quedó inmóvil, quizás masticando sus últimas palabras, me miró con una media sonrisa en su cara aceptando seguramente la derrota, y me felicitó con un: “sos un hijo de puta”.
Días después, luego que Ana Laura dejara de visitar su casa, me devolvió la moneda y me pidió disculpas, me dijo que me había traicionado porque al poseer la moneda él también se había enamorado de ella, pero que mi astucia había roto el encanto, así lo sintió cuando le confié mi deseo. Hoy en día es uno de mis más preciados amigos y padrino de Fabián, mi hijo.
Esa misma tarde, sentados en el mismo lugar en que se había producido el desencanto, Ana Laura me confesó su amor. Luego de más de diez años de noviazgo, de peleas y reconciliaciones, nos casamos; tuvimos a Fabián, y nos mudamos a una casa que da frente a la fuente (manantial trágico de nuestro amor). Todas las tardes, después de tomar mate, nos sentamos en el borde de ésta con los pies hacia dentro, y nos sentimos felices viendo a nuestro hijo jugar dentro de la fuente vacía. Ya no hay más agua, ni luces, ni tampoco monedas con deseos olvidados; la única moneda llena de nostalgia es la que cuelga de mi cuello, moneda que todavía guarda el secreto de un deseo... que por supuesto no se puede contar (nadie lo sabe).

Nietzsche Guevara - Revolucionario Bohemio

Jibarismo a lo Grondona

Ayer escuché la guarangada más grande, de boca de un dinosaurio nefasto como Mariano Grondona. En el cierre de su programa, en el marco de una reflexión tísica y discapacitada, haciendo gala crítica y felicitando a su querido diario La Nación, que próximamente cumple 140 años de vida, pone en la escena de su pensamiento a los Kirchner en relación a un fenómeno de lucha política que él no puede entender, o por lo menos le parece escandaloso. Su incapacidad analítica pone en cuestión el hecho de que el matrimonio presidencial se enfrente a “instituciones centenarias”, que algo efímero como ellos ose declararle la guerra a aquello que ha perdurado en el tiempo. “Es como que una hormiga quiera ganarle la pelea a un elefante”, razona el más jíbaro de los pensadores argentinos. ¿Cómo se van a enfrentar a La Nación, que tiene 140 años? ¿Cómo se van a enfrentar a Clarín, que tiene más de 60? ¿Cómo se van a enfrentar a la Iglesia, ¡que tiene más de 2000 años!? ¿Cómo van a enfrentar a los EEUU, con más de 220? ¿Y ellos, cuanto hace que están?...

Este alfeñique del periodismo, que junto a Bernardo Neustadt ha formado el nazi-onalismo reaccionario argentino, nos quiere dejar una hermosa moraleja en estas reflexiones enchapadas en hojalata: Que nadie se meta con las “instituciones” que más daño le han hecho al país y a la humanidad. Tienen sobre sí la experiencia que da el tiempo como para que dos seres efímeros como los Kirchner les haga daño o les dé muerte.

Cierto que grupos como Clarín o La Nación sólo le han hecho daño a nuestro país, promoviendo y apoyando golpes de estado, deformando y estropeando la conciencia nacional, desinformando mediante el terrorismo informativo. Otra cosa son los Estados Unidos de América, estandarte de la democracia y la libertad para adentro, a costa y costo del resto del mundo, promoviendo dictaduras sangrientas y guerras genocidas, imponiendo ajustes económicos para que los ricos sigan siendo unos pocos y el desarrollo de los subdesarrollados siga siendo una promesa vacía y viciada. Pero ojo que falta el envenenador más grande de la historia, aquel que ha hecho del hombre un triste ejemplo del pecado y la culpa: la iglesia cristiana. Si hay alguien que tiene que confesar sus pecados es esta institución. Desde la aberración de un dios muerto en la cruz por nuestros pecados, hasta la inquisición del pensamiento, la castración sensual y sexual, y las abominaciones morales que vienen impuestas en nuestra educación. Ni hablar del lamentable papel que han jugado en lo peor de nuestra historia, celosos custodios de un país ajustado a la derecha.

Pero este traficante de ideas de mala calidad, se olvida de apuntar que los Kirchner son parte de este conglomerado de traidores malolientes, que sus discursos revolucionarios y sus envestidas contra los grandes grupos oligopólicos, son dramatizaciones baratas dignas de ser analizadas en el programa de Jorge Rial.

Y como broche de oro, antes de despedirse, nos deja una esperanza de brillantina importada diciendo: “ya seremos un país como Chile, o como Brasil”. Que no se le vaya a ocurrir decir que seamos un país verdaderamente argentino.

Que cipayo estúpido.

Nietzsche Guevara - Revolucionario Bohemio

Lo importante de la diferencia. El matrimonio homosexual

La polémica del matrimonio gay explota justo cuando se está votando la reforma política. ¿Casualidad? Algo tan pueril a esta altura de la historia, una discusión tan superficial y vacía que siempre termina en el chiste fácil. Cuesta creer que se siga volando a tan baja altura para estas cosas. La tilinguería mediática, el fascismo humanista de la iglesia católica, el glamour frívolo de los voceros de los derechos humanos, todo eso con la tonalidad dramática del chisme mediático.

¿Tanto cuesta entender que siempre existió la homosexualidad? Nada más natural que la inclinación homosexual. No podemos seguir tolerando estas actitudes conservadoras y reaccionarias enquistadas en la política, alucinada todavía por el falo de dios padre. Justamente la institución más retorcida y promiscua se horroriza ante la idea de la unión de dos personas del mismo sexo poniendo los ojos en blanco y repitiendo que eso no es natural. Evidentemente es la institución más amenazada por el avance del matrimonio homosexual, muchos abandonarían la clandestinidad del celibato…

El oportunismo político, en cambio, apoya a los homosexuales con discursos jurídicos que empalaga de buenas intenciones. El derecho y la igualdad. Otra vez el jibarismo teórico del sentido común: la nivelación, el ser humano standard. Todos somos iguales, todos debemos tener las mismas oportunidades. ¿Y que hacemos con las diferencias sexuales? ¿Y con las coincidencias sexuales? ¿Y con los oportunos cuando no hay oportunidades para todos?

Parece que cuando no hay ganas de pensar, de tener en cuenta las diferencias, que es lo que nos permite pensar, entonces se recurre a la abstracción niveladora; todo es lo mismo, entonces todos tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones. Esa vagancia intelectual y falta de respeto a la inteligencia, convierte un importante desafío político, social y humano, en una polémica de bar de hace cincuenta años.

Todavía nos quieren convencer de que somos un país católico apostólico romano. Que la iglesia influye en la política porque el pueblo es religioso y necesita de su cuidado. Esta mafia de dios no quiere saber nada con aflojar los clavos de la cruz. El dogma debe seguir bien clavado en los cerebros fritos y las voluntades tísicas, postrados ante el poder del falo divino. Estos sepulcros blanqueados que determinan qué es lo natural y lo antinatural, son la expresión y la evidencia más lamentable de nuestra historia. El lobo disfrazado de cordero. Son los grandes envenenadores del alma. Ya no tienen máscaras que ponerse que la del abusador de cualquier índole. Y sentados en el falo de dios acusan con su dedo a los que se ríen del todopoderoso. Cuanta concupiscencia con lo peor del poder. ¡Y todavía se los sigue escuchando!

Igualdad para todos, repite la tilinguería. ¿Pero qué pasa cuando se pide igualdad para algo que no es lo mismo? ¿Por qué borrar las diferencias? Algo se esconde detrás de ese discurso gris del humanismo, ese monologuismo hermafrodita que no se ajusta a ninguna realidad sino que intenta encorsetar a la realidad en teoría de un solo talle. El humanismo nunca solucionó nada, más bien atenta contra las oportunidades políticas de cada región, al deformar la condición humana con derechos universales que se fundan en la esencia eterna e inalienable del ser humano, alterando la realidad social, destruyendo las diferencias entre los hombres, los pueblos, y sus medios de subsistencia, para crear las condiciones necesarias de una globalización de autómatas standard.

Las diferencias existen, y hay que respetarlas. Para respetarlas hay que pensar esas diferencias, y legislar consecuentemente. No es lo mismo un matrimonio entre hombre y mujer que entre dos hombres o dos mujeres. Que nadie nos engañe en este punto. No es ni bueno ni malo. Es distinto. Cuando se dice: “Hay que respetar las diferencias”, y se nivela con las mismas leyes y derechos, entonces no se respetan las diferencias, no se tiene en cuenta al otro, no se piensa, no les importa. El CHA tendría que tener muy presente estas cuestiones porque son fundamentales. Hay una sensibilidad muy rara con respecto a las diferencias porque en seguida se tacha de discriminatorio. Ojo con el alucinógeno conceptual, no pensar en las diferencias es discriminar, es no tener en cuenta lo esencial y meter todo en la misma bolsa y por el mismo precio. La sociedad argentina en particular tiene una gran deuda con este tema, pero tiene que ser pensado y bien planteado, no estamos hablando de cualquier cosa, estamos hablando de personas que van a formar una familia, que van a poder adoptar hijos, que van a poder heredar, que van a tener beneficios sociales. Esto es lo que está implicado en todo este asunto y de lo que nadie habla. Este es el punto central de la cuestión, no si está bien este tipo de unión, si es natural o no, si es una enfermedado una desviación, si atenta contra la institución de la familia como manifiesta la iglesia. Esas polémicas dejémoselas a las viejas del barrio o a los curas histéricos que temen por eso reprimido que los tensiona.

Acá hay una cuestión política que tiene costos sociales, y también políticos. Nadie se quiere llevar mal con la iglesia. Ya se sabe que sienten debilidad por los golpes de estado y la mano dura. Se está librando una batalla. Es una buena oportunidad para meterle una patada en el culo a esta ignominia religiosa que nunca en toda su historia hizo nada bueno por la humanidad.

Nietzsche Guevara - Revolucionario Bohemio

Lobo dónde estás

Mi tolerancia ya se arrastra por el piso, como una sombra. Me da miedo. Los argentinos estamos crispados. Llenos de un odio intestino alimentado y asistido por los profetas del odio. Estamos a pasos de una guerra que va a ganar el enemigo sin tirar un solo tiro. ¿Quién es el enemigo? Tengo miedo. ¿De quién? Miedo a la inseguridad. Pero no es ese miedo barato de que me roben, ese miedo egoísta, acrítico e insensible. No le tengo miedo a los pobres o a los que portan el estigma del estereotipo de ladrón, porque ellos jamás le hicieron mal al país, y cuando hacen algún mal no adquieren las consecuencias devastadoras de una política neoliberal o un decreto de necesidad y urgencia. No le tengo miedo a un enemigo inventado por los medios de comunicación y los grandes grupos de poder para distraer al pueblo en las menudencias cotidianas.

Le tengo miedo a esas marchas del odio pidiendo seguridad, mano dura, más policía, más represión, pena de muerte, imputabilidad a cualquier edad, y otras sandeces del medio pelo argentino. Tengo miedo que un día me maten y hagan una marcha en mi nombre pidiendo justicia y seguridad, para justificar la necesidad de una política falaz y reaccionaria. Que nadie jamás use mi nombre en vano ni manche mi memoria con un proselitismo tan absurdo y contrario a lo que yo pienso y siento. Esa es la triste pasión que hoy me mueve a escribir: ese miedo a la inseguridad tan contrapuesto a ese otro miedo a la inseguridad. Miedo consciente, que es más una risa burlona.

Nos quieren convencer que la inseguridad es el gran problema de nuestro país. ¿Por qué nadie hace marchas contra el hambre o la desnutrición? Nadie le tiene miedo a los políticos inescrupulosos, o a esas caras conocidas que vuelven a la política una y otra vez para vaciar el país. ¿Por qué pensamos que la impunidad es algo exclusivo de políticos y empresarios? Tampoco hay campañas masivas por leyes que impidan el robo sinvergüenza que significan los márgenes de ganancia de las empresas privadas o las astronómicas tasas de interés de los bancos, que nunca pierden nada en las grandes crisis. ¿Por qué tanta hipocresía disfrazada de sensibilidad social?

Somos como esos esclavos que piden cadenas más pesadas y candados más seguros. Mejor que el amo nos tenga bien en raya antes que cualquier motín anárquico se desencadene, y vaya uno a saber en qué termina y qué intereses va a perjudicar. Es la sociedad televisada la que clama por más seguridad. Como dice el poeta argentino: “Reos de la propiedad / los esclavos políticos.” Que sabiduría tan simple y directa. ¿Son los pobres, los desamparados, los indigentes, los marginados, los millonarios, los políticos, los que piden seguridad? ¿O la clase media que tiene miedo a perder lo poco que tiene y que tiende siempre a tener más de lo que puede? Como se cae la máscara cuando se rasca un poquito su superficie, como queda al descubierto ese cosmético barato de buena reputación que se dan los que ganan honradamente todo lo que tienen. Oigan bien esto, jíbaros del sentido común: el trabajo no nos hace honrados ni dignos de nada. Huyamos de esos alucinógenos conceptuales. No hay nada más indigno que dejarse explotar y expoliar por capitales extranjeros, nada que rebaje más nuestro sentido del honor que dejarse llevar de las narices por los profetas del odio que vomitan sus mentiras y zonceras por radio y televisión.

El enemigo no tiene pistolas ni nos va a asaltar en la noche. Está agazapado en el anonimato. Y gana cuando el medio pelo argentino sale a defender, en detrimento suyo, los intereses de aquellos que solo cuidan sus altos márgenes de ganancia y un modelo de país agroexportador. Una interesante variante del síndrome de Estocolmo.

Cuando se pide más seguridad los políticos abren las cajas presupuestarias y legitiman el manejo de fondos de millones de dólares; se firman acuerdos comerciales, se pactan licitaciones, se compran tecnologías extranjeras, equipos logísticos, patrullas, helicópteros, armas, cámaras; nuevos juzgados, ministerios, secretarios; nuevas cárceles, menos escuelas, menos maestros, más ignorancia que cree saber; menos políticas de acción y más de reacción. Ya hemos vivido la época del gatillo fácil, sabemos de la connivencia de policías y ladrones, de zonas liberadas, de secuestros operados por bandas de comisarios, de periodistas muertos por sacar fotos comprometedoras o denunciar la traición a la patria. ¿Eso es seguro para nuestra seguridad? Es como que las ovejas le exijan al pastor que ponga al lobo a cuidar el rebaño. En fin, una estupidez total.

Ahora yo me pregunto: ¿La seguridad, se puede pedir?





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