Todos los días a la misma
hora se oía un espantoso chirrido que procedía de la Telepantalla, un ruido que
le hacía a uno rechinar los dientes y que ponía los pelos de punta. Así
empezaban los 2 Minutos de Odio.
Los programas de los 2
Minutos de Odio variaban todos los días, pero en ninguno de ellos el Traidor,
el Enemigo del Pueblo, dejaba de ser el protagonista. Todos los crímenes, los
sabotajes, las herejías, desviaciones y traiciones de toda clase provenían de
sus enseñanzas.
Antes que el Odio hubiese
durado 30 segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. En su
segundo minuto, el Odio llegaba al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban
enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que llegaba a
sus oídos. Gritaban: “¡Cerdo! ¡Yegua! ¡Váyanse a Cuba!”, y arrojaban cosas a la
pantalla.
Lo horrible de los 2
Minutos de Odio no era desempeñar un papel allí, sino que era absolutamente
imposible evitar la participación porque uno era arrastrado irremisiblemente. A
los 30 segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo
de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecía recorrer a
todos los presentes como una corriente eléctrica, incluso contra su voluntad…
Nada
más cierto eso de que la Realidad supera a la ficción. Este pequeño recorte de
la novela “1984” parece hoy un texto pasado de moda, no porque aburra o sea
anacrónico, sino porque el cinismo y la crueldad del mundo de hoy ha superado
los principios de ese futuro distópico. Si George Orwell se levantara de la
tumba y viera que no son 2 minutos, sino 24 horas ininterrumpidas de Odio que
disparan las pantallas de todo el mundo, se sonrojaría de vergüenza al darse
cuenta lo corto que se quedó o lo ingenuo que fue. No sé, quizás exagero, a lo
mejor Orwell se divertiría de lo lindo y terminaría escribiendo sátiras y comedias
absurdas.
Ahora,
remitámonos a las consecuencias locales de esto. Las corporaciones económicas y
mediáticas, dos caras de la misma moneda, supieron inyectar las sobredosis de
odio y de miedo necesarias para que el rebaño, que se cree elitista, elija al
peor verdugo que había en escena. Su finalidad fue entristecernos,
desmoralizarnos, romper los lazos sociales, porque como decía Don Arturo: “Los pueblos deprimidos no vencen, nada
grande se puede hacer con la tristeza”. Por eso tiemblan cuando ven a las
mayorías vivir alegremente. Del miedo de las minorías se desprende el desprecio
que aplasta sea como sea cualquier fiesta popular.
Y
esto es mundial, y no tiene nada que ver con tiranías nacionales ni ideologías
políticas. Es el Totalitarismo Global, que no tiene banderas; tiene marcas
registradas, patentes, royalties, derechos de autor y organizaciones e
instituciones mundiales que regulan el comercio, las guerras, las riquezas y el
poder. El Gran Hermano no tiene Partido, ni nacionalidad, tiene bancos, jueces y
abogados, y si esto no alcanza tiene ejércitos y armas de destrucción masiva,
que no son solo bombas sino corporaciones mediáticas y publicistas. En este sentido
George Orwell fue refutado por la Historia: los políticos y los partidos
perdieron la guerra y el poder.
Ganó
el éxtasis del miedo y la venganza, el odio vacío, el deseo de matar, de
torturar, de aplastar rostros peronistas con un martillo. Fuimos derrotados
pero no vencidos. Ahora hay que luchar alegremente, bailando sobre el odio del
enemigo. Ahora les toca a ellos sentir el miedo de una alegría indestructible.