Sin pelos en la lengua

Vito Sosa
Escribidor




Tenía pelos en la lengua. Lo noté una mañana después de lavarme los dientes y sentir que algo me raspaba el paladar. Fue duro creerlo, y asqueroso soportarlo. Al principio fue como una pequeña barba, algo que ensombrecía mi lengua, pero que raspaba por dentro y en ciertas oportunidades me daba náuseas. Los médicos me hablaron de un desequilibrio hormonal, me recetaron medicamentos y recomendaron estudios y análisis varios. Salí del centro médico con la sensación de que se habían reído de mí, que me habían atendido como si yo fuese la mujer barbuda.
Volví al mes, cuando los pelos de mi lengua tenían ya tres centímetros de largo. No solo era repugnante comer y beber con ellos, sino que ya me costaba hablar con claridad, las “eses”, “erres”, “enes”, “g” y “d”, me resbalaban o se perdían en un zumbido peludo. El mal aliento era constante debido a que los pelos y la saliva lograban una mezcla letal de pantano, de verdín y restos de comida. Lo peor era que yo a esa altura me había acostumbrado, pero no mi familia ni mi novia, que decidió alejarse por un tiempo hasta que yo resolviese mi problema. No la culpo a Irene por su decisión, el error fue mío al besarla en la boca sin decirle nada; casi se desmaya después de haber vomitado hasta el vacío; creo que todavía me odia. Irene, te pido perdón.
Los médicos habían decidido rasurarme la lengua y comenzar con el tratamiento hormonal. Fue un rotundo fracaso. Los pelos comenzaron a crecer con más rapidez y fuerza. A los cinco días tenía una bola de pelos en mi boca que no me dejaba hablar, frecuentemente me atragantaba con un mechón que caía por mi garganta; un día casi me muero atragantado por un exceso de tos y pelos. Mi vieja comenzó a rasurarme la lengua todos los días para que pudiera comer, pese a la insistencia de los médicos que ya querían internarme y llevarme no sé a que simposio. Me negué a seguir con el tratamiento que parecía empeorar el cuadro, pero empecé a preocuparme al ver que ni bien me rasuraban la lengua los pelos ya estaban ahí creciendo a una velocidad descomunal. Pensé en cortarme la lengua, pero temí que los pelos comenzaran a crecer por otros lados… quien sabe, podrían empezar a crecerme pelos en los ojos, lo que me impediría cerrar los párpados y luego ver, y lo peor de todo sería que no podría rasurarme los ojos sin lastimarlos, corriendo el riesgo de quedarme ciego. También podrían salirme pelos en las manos al punto de impedirme agarrar cosas, o en los oídos hasta dejarme sordo o hacerme estallar la cabeza por dentro debido a la presión que haría la bola de pelos… estaba condenado a la incertidumbre de no saber hasta cuando tendría que vivir con pelos en la lengua, que ya a esta altura me salían por la boca en una asqueroso mechón húmedo y maloliente.
El día en que la idea del suicidio rondaba por mi cabeza como última alternativa, ocurrió lo que yo hubiese sido incapaz de pensar. Mamá y Carolina discutían en la cocina a los gritos, los insultos y los golpes bajos se dejaban oir sin pudor, mis nervios comenzaban a desatarse peligrosamente, no me podía concentrar, no podía resolver si matarme con un arma o colgarme o cortarme las venas (ahogado jamás… tampoco el fuego o el tren). Entré furiosos a la cocina con el revolver del abuelo, dispuesto a matarla a las dos y después cortarme la lengua (a ver qué pasaba, no me iba a matar así porque sí), cuando escuché la última frase que pronunciara mamá antes del silencio cortante: “…te digo lo que siento porque yo no tengo pelos en la lengua querida…”. Fue más que suficiente para que mi mente quedara en blanco, para que el arma cayera al piso, para que se iluminara desde la nada la solución, la respuesta, la dicha, la felicidad. Un instante fuera del tiempo, en donde Carolina empezó a reír al ver el mechón de pelos saliendo de mi boca como una cola de caballo, una situación absurda y cómica prendida a las últimas palabras, que seguían rebotando en mi cabeza junto a las carcajadas que ya rozaban la insolencia. Carolina lloraba de la risa y mamá se las tragaba por respeto. Como pude les empecé a cantar las cuarenta a las dos, entre zumbidos peludos descargué el odio guardado por tantos años, los reproches miserables que se pudrían dentro, escupí sus máscaras hipócritas y las mías también, y confesé las ganas terribles de matarlas y cortarme la lengua… cuando salí de la cocina las carcajadas seguían rebotando por toda la casa, pero ya no me afectaban, me había sacado un gran peso de encima, me había liberado y ahora estaba dispuesto a ir hasta el final, era mi cura, el único camino.
Estaba tan extasiado por esta liberación que hasta en la calle le decía a las personas lo que pensaba de ellas, SIN PELOS EN LA LENGUA; horrorizados me miraban, se persignaban, huían. En la oficina me sacaron a patadas mis propios jefes, les dije lo que en cinco años no me atrví a decir, mientras me arrastraban por el pasillo les gritaba a Victor, a Marcelo, a Laura, a todos los que me miraban anonadados cómo me arrastraban hacia la salida, cómo los odiaba, lo tanto que los aborrecía, lo mucho que me gustaría verlos en la miseria, aplastados por la desgracia, la adrenalina y la situación misma me excitaba cada vez más. Visité a los pocos amigos que tengo (o mejor dicho que tenía) y les vomité con detalles todo lo que me había guardado y más. Cuando llegué a la casa de Irene, ya se me habían caído casi todos los pelos de la lengua, lloré de felicidad y de tristeza cuando escuchó las confesiones crueles y ruines que le hice. Eso sí, tuve la delicadeza de pedirle disculpas por el incidente del beso peludo. Igualmente me mandó a cagar.
No me volvieron a salir más pelos en la lengua. Tampoco puedo hacer amigos ni conseguir trabajo. En cuanto digo lo que pienso se me cierran todas las puertas. Nunca pensé que vivir sin pelos en la lengua iba a resultar más difícil que tenerlos. Me quedé sin familia, sin amigos, sin trabajo, cualquier desconocido se enoja conmigo en cuanto le digo algo. Quizás me tome demasiado enserio esto, al punto de convertirme en un cínico, un indeseable. Pero hay algunos locos por ahí que me escuchan y se ríen, (la verdad, sobre todo de sí mismos, les da gracia, les divierte la caricatura) que me dan la razón y me dicen que el mundo todavía no está preparado para una persona como yo. Esas son las únicas personas que de vez en cuando me tiran un cobre para que pueda comer algo, que me dan alguna pilcha vieja o una viandita con lo que sobró de anoche. Me gusta estar con ellos porque me convidan cigarrillos y me escuchan y se ríen y me dicen que sí, que es verdad, mientras me dan unas palmaditas en la espalda y me invitan a seguir mi camino para que no los moleste más; ya lo sé que es así, y se los digo, y se los digo siempre que paso, porque si hay algo que no tengo son pelos en la lengua, cualquier cosa menos pelos en la lengua.