Calostro de Lesbos y la Fenomenología del Plagio




Tal vez no me cure con estas palabras que solo sirven de relleno barato a este vacío de domingo y soledad, a este careo conmigo mismo que me pone incómodo y hasta me crispa los nervios como si estuviera en una primera cita, en medio de un pozo lleno de silencio irrompible, de incógnita pura, de vergüenza ajena. Por eso escribo, es una forma de evadir a eso que está detrás de las palabras y que a veces se insinúa en el silencio y la soledad con un agarrotamiento existencial, con una pregunta que no se puede cifrar porque no tiene respuesta alguna, y así quedan dos paréntesis vacíos entre dos signos de pregunta que no interrogan nada sino que desnudan una perplejidad que no puede mirarse al espejo, que no puede decir yo, ni mío, sino que tácitamente se fuga por la tangente de una circunferencia inconmensurable, porque no está el centro, porque el perímetro de algún límite entrevisto se deshace en un vidrio empañado por la soberbia de alguien que dice este soy yo.

Y este que soy yo se derrumba en la vorágine de los significados que se fugan de estas palabras para mentirlo todo, para falsearlo con el color de lo definido y comprensible, sin saber que todo se deforma y se expande como un gas que se puede oler pero no se puede atrapar ni circunscribir. Este que soy yo es mentido y desfigurado en el tejido absurdo de los verbos y los cristales afantasmados de los sustantivos. Este que soy yo deja de ser para que una ficción ocupe su lugar haciéndolo existir, diciéndole lo que es y cómo es. No hay nada más seguro que eso.

Poder hablar de uno mismo, escuchar de labios ajenos nuestro nombre unido a adjetivos y verbos, saber que existimos porque las palabras nos reconocen pero en el fondo el silencio, ese sucio estanque de aguas de plomo en donde a veces caemos y nos sumergimos para salir llenos de angustia, con la boca sucia de tanto haber tragado el agua pesada del estanque, con la lengua paralizada porque ahora puede sentir que las palabras resbalarán sin sentido, puros ruidos que no hacen más que repetir viejos ruidos como absurdos ecos de un pasado que también es futuro pero que nunca llega al presente, porque para hacerse presente primero tiene que desaparecer, tiene que dejar de ser ruido para trasuntar lo silencioso que nos deja de canto entre el ser y la nada, como un perfil de hoja que solo existe en dos dimensiones porque su tercer costado es inútil.

Sí señor, ese que soy yo está en ese costado inútil, en esa costilla rota que es puro dolor, en ese filo de la existencia que atraviesa todo dividiéndolo en dos, multiplicando lo singular, complicando las cosas simples en fetas de fiambre barato que salen del mismo embutido. *Todo está siempre en la punta de la lengua, pero cuando debe ser dicho se esfuma dejando un sabor lejano pero familiar, una ausencia manifiesta en huella de huella, como una cama vacía con sus sábanas revueltas que parecen insinuar una silueta aniquilada por el despertador y cinco minutos más de sueño. Todo se esfuma en la punta de la lengua para que el tiempo transcurra en ese olvido dialéctico, en ese mecanismo cronológico de la amnesia metaneurálgica.

El tiempo nos abandona en algún sótano del cosmos para que seamos olvidados en el tiempo, ya que en un tiempo infinito no hay nada que pueda ser recordado, menos todavía una existencia tan miserablemente finita, tan granito de arena en el bolsillo de un pantalón perdido o enterrado en un universo de dimensiones irracionales. Solo una fracción inútil, un perfil de canto que consumen las llamas del tiempo para reducirlo a cenizas que serán algo más que simple hollín, que esparcirán en un eterno desencuentro a eso que soy yo, o que fue, o será, o quien sabe qué.

Quién sabe qué, quién sabe nada; saber nada es lo único que sabemos, y no es socratismo ni falsa modestia, porque en el fondo hay otra superficie que nos deja perplejos, otro cielo, otra fuga hacia lo infinito; un estanque sin fondo, doble superficie que aniquila cualquier geométrica posición, cualquier lógica bananera. Por eso el filo de la hoja, esa profundidad inútil que hace que la hoja sea algo, esa doble superficie que se da la espalda, que permite que algo sea escrito en dos dimensiones, en doble sentido, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, por delante y después, por antes y atrás. Y la docta ignorancia con su diploma de cristo redentor, con su tesis onomatopéyica pero científica, con su saber abalado por tautológicos cotorreos y moralismos de perfume escolástico…

Por eso siempre decir lo mismo, repetir las mismas palabras que solo refieren a otras palabras y no al mundo, como pretenden los falsos teólogos de la ciencia y los materialistas del empirismo ultrarrealista archidogmático. El mundo en su manso silencio y nosotros en nuestras esquizóides palabras. El trabalenguas de la vida en un laberinto de lenguaje, de pasadizos esdrújulos y esquinas agudas como una daga, de graves retornos a lo tautológico y al cotorreo infernal de estar hablando siempre lo mismo con el agravante de no darnos cuenta y creernos tan originales, tan descubridores de un nuevo mundo, tan patéticos fantoches.

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