¿Me
cuidás el lugar?, dijo la señora que tenía delante en la cola del banco. Ahora
enseguida vengo, aseguró mientras yo me terminaba de tomar el agua de la
botellita, y le decía que sí con la cabeza mirando el lugar que había dejado
vacío la doña. Miré al hombre que estaba detrás de mí y le sonreí cómplice con
un gesto de qué-se-le-va-hacer. Me miró por encima del diario que leía y volvió
a bajar la vista como si no hubiese pasado nada a su alrededor. El lugar que yo
tenía que cuidar, el espacio vacío que había dejado la señora, era difícil de
determinar, no podía hacerme una idea holográfica del espacio cúbico que había
ocupado aquel cuerpo que me dijo que enseguida volvía. Delante del vacío a mi
cuidado, una vieja canosa y jorobada no dejaba descansar su cuerpo, sacudido
por un visible Parkinson. Comencé a ponerme nervioso, la idea de cuidar un
lugar era extremadamente ambigua y falaz. No era lo mismo que si me hubiese
dicho ¿me cuida al niño que ya vuelvo? o ¿me cuidás la bicicleta? Pero cuidar
un lugar es como cuidarle el tiempo a alguien. No son cosas ni personas a las
cuales uno está atento que no les pase nada ni desaparezcan por un descuido.
¿Cómo se cuida un lugar, cómo se cuida el tiempo? Esta señora me había puesto
en un compromiso metafísico difícil de cumplir por difícil de determinar. Para
colmo no tenía testigos del fraude proposicional, el señor del diario se hizo
el sota y la vieja de adelante ni se enteró, en medio de su terremoto corporal
y su sordera, visible en los monstruosos audífonos que salían de sus orejas.
La
cola en el banco era larga y llevaba atascada varios minutos. Se sentía cómo el
fastidio recorría la columna vertebral de la espera. La idea de que avanzara
antes de que la señora ausente volviera me carcomía los nervios. ¿Qué haría con
aquel lugar vacío que ya era un agujero negro que me tragaba produciéndome un
vértigo espantoso? No podía moverlo conmigo. De hacerlo, desplazaría todo el
espacio hacía adelante, con lo cual la cola, a pesar de moverse, permanecería
en el mismo lugar.
Un
hombre negro como el carbón y de cabellos blancos como la nieve pasaba el
lampazo cerca de la cola y me miraba como a un loco. Seguramente escuchó lo que
estaba pensando. Tengo la costumbre de pensar en voz alta. Me avergoncé un
poco, pero cuando volví a mirar ya estaba más lejos, lanzándome miradas de reojo
cada tanto.
Miré
el reloj de la pared. Habían pasado apenas dos minutos. Pero los relojes
mienten. Cuentan el tiempo con la mecánica de una marcha fascista. Para mi cronos
interior habían pasado horas desde que la señora me dejó cuidando su lugar. Y
el agujero negro seguía ahí, esperando ser determinado por un ser mundano al que
le sudan las manos y se le torsiona el estómago. Pensé en irme y sumarle mi
lugar vacío al de la señora, que ya nadie cuidaría, con lo cual quedaría
anulado el problema y relajados mis nervios. Pero visualicé un nuevo
desequilibrio en el orden del universo. La señora volvería, y al no verme,
reclamaría su lugar al señor del diario y a la vieja sorda, estos
interpretarían tal actitud como un intento de colarse, y se armaría flor de
despelote gracias a mi comportamiento cobarde. Pero el verdadero desequilibrio,
para ser honesto conmigo mismo, sería no pagar la boleta y seguir sin internet,
Vade retro Satanás.
Me
lamenté profundamente haberle dicho que sí. Sentí ese dolor de no poder volver
hacia atrás para modificar una simple acción. Me imaginé atajando a la señora
diciéndole disculpe pero no sé a lo que se refiere con eso de que le cuide el
lugar, o, lo lamento pero no estoy capacitado para asumir tamaña
responsabilidad, o tal vez aclarándole que no soy competente ni entendido en
problemas metafísicos de esa envergadura. Pero así como no podía empujar hacia
adelante el lugar de la señora, tampoco podía volver hacia atrás en el tiempo, ya que de poder hacerlo anularía el conocimiento
de los efectos de mis acciones, lo cual me determinaría a actuar de la misma
manera. Maldita naturaleza del universo.
De
repente la cola avanzó y volví al mundo cotidiano de la espera como si cayera
por una montaña rusa. Apenas fueron un par de pasos que dio la vieja sorda.
Para mí fueron dos abismos. No me atrevía a pisar o saltar el agujero negro
dejado por la señora. Tampoco podía permitir que los demás pasaran por encima
del lugar que yo estaba cuidando. Sentí a mis espaldas el crepitar de las hojas
del diario y un resoplido cargado de mufa. Una multitud de miradas me
taladraban la nuca y me empujaban con su impaciencia. Pude percibir cómo se
asomaban las cabezas por ese pasillo de personas para ver por qué carajo la
cola no avanzaba. Yo estaba paralizado mirando ese cono rojo que había dejado
el negro canoso a mi izquierda, donde había limpiado. La cola volvió a avanzar
y una ola de murmullos rompió sobre mí. ¿Qué pasa viejo? escuché decir al
hombre del diario. Espere un momentito, le dije haciendo un gesto con mis manos
para que no se moviera. Fui a buscar el cono, que tenía el dibujo de un hombre
resbalando, y lo puse sobre el agujero negro que había dejado la señora a mi
cuidado. Lancé una mirada general hacia atrás, y les comuniqué a todas aquellas
caras fastidiosas que no pisaran allí. Sin esperar respuestas caminé hasta
llegar a las espaldas de la vieja sorda, guardando la distancia debida. Miré el
reloj. Ocho minutos. Empecé a sospechar del reloj, para mi cronos interior solo
se habían deslizado un par de minutos. Ya sentía ganas de orinar.
Miré
hacia atrás. Nadie había movido el cono. Lo pasaban de a uno con cuidado, como
si fuera el lugar reservado de una persona. De alguna manera me sentía
satisfecho, pero algo me seguía carcomiendo por dentro, la licencia que se
había tomado la señora que me dejó el puesto de vigilante y de gil. Tenía ganas
de ir al baño, pero ya faltaba poco, solo había tres personas delante de la
vieja sorda, y la mecánica del tiempo ya contaba más de diez minutos de espera
cuando sentí una leve alteración en la médula espinal de la cola, y como si
hubiese visto un fantasma, un escalofrío me pinchó el cuerpo al ver llegar a la
mujer, que con un tímido Gracias, se disponía a hacer posesión del lugar
abandonado. Traía en sus manos varias bolsas de compras y se la notaba jocosa.
Como yo no le hice lugar, me quedó mirando un rato, y media desconcertada me
dijo:
-Yo
estaba acá ¿te acordás?
-Discúlpeme
pero ‘éste’ no era su lugar – le contesté muy tranquilo.
-¿Cómo
que no? – sus ojos se abrieron de la sorpresa, mientras buscaba cómplices – Si
yo te dije que me cuidaras el lugar…
-Sí,
es verdad, pero ‘ÉSTE’ – recalqué señalando con el índice el piso – no es el
lugar que usted me pidió que yo le cuide.
-¿Vos
me estás cargando?
-No
señora. Yo cumplí con mi palabra y le cuidé el lugar, que no es éste.
-¿Y
cuál es? – Me preguntó visiblemente fastidiada.
Le
pedí que me siguiera, y caminamos unos cuantos metros, con todas las personas
incluidas linealmente, hasta llegar al cono.
-Éste
es su lugar – le dije sacando el cono e invitándola a ocuparlo.
Las
dos personas que estaban a ambos lados del cono nos miraron sin entender lo que
pasaba, la señora tenía clavados sus ojos furiosos en mí, y yo,
desentendiéndome de todas aquellas miradas, le dije a la señora: De nada.
Cuando me di vuelta para volver a mi lugar en la cola escuché:
-¿Vos
te pensás que yo soy pelotuda o qué?
Me
volví sobre mis talones y la miré a los ojos.
-No
la conozco tanto como para afirmarlo. – Contesté mientras volvía a poner el
cono en su lugar al ver que la cola avanzaba y la señora se resistía a aceptar
la realidad de las cosas.
-No.
Seguramente vos sos de esos pelotudos sin sentido común.
-No
me falte el respeto por favor. Usted me pidió que le cuide el lugar, y ahí está…
-O
sea, me tomás de boluda.
-No
señora. Mientras usted se fue de shopping y todos los pelotudos que estamos acá
hacíamos la cola por usted, yo me ocupé de que nadie ocupara su lugar, valga la
redundancia.
-Se
supone que cuando alguien pide que le cuiden el lugar, el lugar es el que está
entre esa persona y la de adelante, no el lugar donde apoyaba sus pies.
-Usted
supone muchas cosas sin pensar. Si es como usted dice, entonces el lugar que
ocupaba se tendría que mover junto con la cola, lo que provocaría que se
moviese a la vez todo el espacio circundante y por ende la cola no avanzaría.
Su lugar es ese, el mismo que dejó cuando se fue a pasear.
-¿Vos
estás drogado o qué carajo te pasa?
La
cola seguía avanzando y la gente nos miraba risueña, entretenida con una
discusión metafísica vulgar.
-Haga
lo que quiera señora, yo ya hice lo que tenía que hacer.
Me
di media vuelta y caminé hacia mi lugar con la dificultad de una vejiga a punto
de explotar. Detrás de mi venía la mujer bramando que claro que iba a hacer lo
que quisiera, es decir, ocupar su lugar. Pero cuando llegué delante de la cola
me di cuenta que ya no estaba ni la vieja sorda ni el señor del diario. Un hombre
obeso, morocho y sudado esperaba con cara de fastidio. Le toqué el hombro con
suma delicadeza y le dije:
-Disculpe,
¿pero acá no había un hombre leyendo un diario?
-No.
-Ah.
Porque yo estaba delante de él.
-Y
yo delante de él. – Dijo la señora sin perder tiempo y alzando la voz para que
todos la escuchen.
-Acá
no había ningún hombre leyendo el diario. – Recalcó secamente y sin mirarnos.
La
señora se adelantó y lo increpó:
-Lo
que pasa es que yo le pedí a este estúpido que me cuidara el lugar y cuando
volví había puesto un cono por allá atrás y ahora resulta que la cola avanzó y
la gente que teníamos adelante ya pasó…
-Qué
macana doña.
-¡Macana
las pelotas! – le gritó – Hace más de una hora que yo vine al banco y no voy a
volver a hacer la cola…
-Pero
salió del banco lo más pancha a hacer compras mientras la gilada le hacíamos la
cola – Agregué ácidamente en un comentario dirigido a todo el Banco.
-¡Qué
carajo te importa qué fui a hacer! ¡Todo esto es culpa tuya! – Me gritó
mientras me golpeaba en un brazo con las bolsas de cartón.
Con
semejante barullo no tardó en acercarse un hombre de seguridad y preguntar qué
estaba pasando.
-Se
quieren colar – Dijo el hombre obeso.
-Yo
no me quiero colar imbécil, yo estaba acá…
-Señora
va a tener que hacer la cola como todo el mundo – Sugirió amablemente el de
seguridad.
Tras
una larga discusión en donde la señora intentó explicar el mal entendido y yo
intenté desarrollar la metafísica vulgar del espacio, el hombre de seguridad
nos acompañó hasta el final de la cola escuchando con atención nuestros
argumentos y mostrándonos amablemente nuestros nuevos lugares.
-Espero
que sepan cuidar de estos. – Bromeó el hombre y se retiró.
Sin
perder tiempo ante mi débil resignación me puse al final de la cola antes que
la señora reaccionara. Se acercó despacio y se puso detrás de mí mientras me rezaba
un rosario de insultos y maleficios. La cola avanzaba más rápido pero era mucho
más larga que cuando yo había llegado. Dentro de mí la tensión de la espera me
acercaba al umbral del dolor, sudaba y me retorcía mientras escuchaba por
detrás la homilía de improperios y guarangadas que no se cansaba de proferir la
mujer, haciendo cómplices a los que estaban detrás de ella. Me resistía a darme
vuelta y tener que decírselo. Miré el reloj, el banco cerraría en diez minutos
y diez minutos era demasiado, quien podría soportarlo. Miré hacia atrás, la
cola cada vez era más larga, igual que los insultos. Tenía ganas de llorar. No
aguantaba más, se lo tenía que pedir o reventaría de manera bochornosa. Sudado,
pálido y tenso, me di vuelta y le imploré a la mujer:
-¿No
me cuida el lugar que voy al baño y vengo?