Filosofista - Opinólogo
La idea ecologista de que el
hombre está destruyendo el planeta o que pueda llevar a cabo semejante empresa,
es una pelotudez filosófica imperdonable. Pensar al planeta tierra como un ser
vivo que el hombre puede matar, sería como creer que un piojo nos podría llevar
a la anemia por succión. Un error de perspectivas.
Según la ciencia moderna la
tierra tiene 6500 millones de años. Muchas cosas pasaron y fueron engullidas en
sus entrañas, incluidos los dinosaurios. La superficie cambia, los seres vivos
cambian, eso es todo. Podemos contaminar el aire, el agua, el suelo, podemos
exterminar especies enteras, que los únicos perjudicados serán los mismos
contaminadores. A la tierra poco le importa quienes son sus parásitos, la
evolución biológica se encarga de seleccionar a los menos estúpidos. El hombre
no destruye el medio ambiente, el hombre se destruye a sí mismo al no cuidar
las condiciones naturales que hacen posible su subsistencia.
Los movimientos ecologistas son
cómplices de este sistema depredador, distrayéndose en menudencias como el de
salvar las ballenas, los pingüinos o escrachar un buque petrolero, en vez de
generar un movimiento revolucionario de concientización señalando que el
problema de fondo es nuestro modo de vida, basado en el terrorismo financiero,
la pornografía de consumo y la política de esclavos sadomasoquistas, no el
efecto invernadero.
Es curioso que cientos de
prestigiosos científicos del mundo tengan una versión distinta sobre el efecto
invernadero, la energía nuclear o la contaminación en general, y no sean
tenidos en cuenta en los grandes foros ambientalistas. El monopolio de la
verdad y la censura de los disidentes, está en manos de poderosas
organizaciones ecológicas, que no son más que fachadas verdes del FMI y el
Banco Mundial, que con la excusa de las “Áreas protegidas” o “Patrimonio de la
Humanidad”, se apropian de los recursos naturales y destruyen las soberanías
nacionales.
A pesar de ser organismos sin
fines de lucro, lo que los exime de pagar impuestos, la
información disponible en los registros públicos muestra que los ingresos
totales de los movimientos ecologistas son superiores a los 8.500 millones de
dólares anuales, mucho más de lo que ganan las grandes corporaciones
contaminantes.
Por otro lado, comer sano o usar productos ecológicos
es muchísimo más caro que contaminar el planeta o ir a comer al Mc Donalds, lo
que nos da una idea del extraordinario negocio que hay detrás de las nuevas
patentes para productos “amigables al ambiente”. Los filántropos de la
naturaleza también cuentan billetes y toman Coca Cola.
La revolución social tiene que
ser político-económica, ecológica en sus efectos, no en sus principios. Es decir, construir un modo de vida con nuevas formas de producción y de consumo que sean sanas y limpias, basada en una política de intercambio que no esté basada en la idea de la ganancia. De nada sirve escrachar buques petroleros, limpiar pingüinos o bajarse los pantalones en las escalinatas del Congreso si no cambiamos nuestro modo de vida. Si me limpio el culo antes de cagar, ensuciaré siempre mis calzoncillos. No hay que confundir los efectos con las causas, y la lucha ecologista está dada contra los efectos, dejando intactas las causas y los principios motores de esta enfermedad global.
Pese a
todo lo que haga, el ser humano en algún momento dejará de existir, y la tierra
estará miles de millones de años más girando alrededor del sol.
Por eso hay que lanzarle un rotundo NO al nihilismo ecologista y sus delirios místicos con el
apocalipsis, una forma reaccionaria de afrontar los nuevos desafíos sociales y políticos.
No comas pasto, la revolución no la hacen las vacas.
Nota del Autor: este texto fue escrito para el Panfleto Atómiko de noviembre de 2011.
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