Escribidor
Ser
un rey de copas no tiene nada que ver con la baraja española. Habrá reyes de
espadas, reyes del oro, reyes de madera, pero rey de copas hay uno solo, yo. He
vaciado tantas copas, y viciado tantos tragos, que sería imposible llevar la cuenta.
Quizá se pueda contar, pero no con los dedos, con la lengua y la boca sí, que
no solo sirven para tomar, sino para contar cuanto se ha tomado pese a que uno
ya no se acuerde, porque precisamente se toma para olvidar, cuánto.
Soy
el rey de copas. Indiscutiblemente. Nadie me supera ni me superará. Alcanzarme
sería la muerte a mitad de camino. Muchos sucumben en coma alcohólico antes de
que yo logre entonarme, y las copas mueren vacías delante de mis narices que
resoplan con el aliento de un dragón. No hay trago que me pueda resistir, los
extingo como se apaga una velita de cumpleaños con dos dedos húmedos de saliva.
Nadie puede seguirme ni alcanzarme, por
eso yo y mi borrachera, solos, naufragando en estos agitados mares de espuma
etílica y horizontes de olvido. Sólo, en este enredo confuso de diálogos con
nadie, de palabras huérfanas de sentido, y esas carcajadas resbalosas que me
atacan al verme tan ridículo en este trono sin reino.
Tres
días de curda me dan coraje para escribir y seguir tomando. De bar en bar, de
copetín en copetín voy pasando sin gloria, ensuciando esta libreta con lo que
vuelca el temblor de mis manos, con lo que ellas escriben sin que yo pueda
pensar, sin que yo decida que. Ya no recuerdo ni cómo me llamo, ni por qué
estoy en este bar hediondo de Once, ni por qué el barman, ese negro grandote y
feo me amenaza desde el otro lado de la barra. Yo sigo escribiendo con la
seguridad de que tarde o temprano me van a golpear, esa degenerada emoción me
gusta, ese violento beso de las buenas noches y un despertar lleno de dolores y
preguntas, y luego.
Es
la única satisfacción que tengo, el orgullo que le da sentido a mi vida. Este
trono sin reino, este rey de copas que soy. El negro me amenaza de nuevo y yo
soy el rey que lo manda a la horca, que ve el dogal tenso en su cuello mientras
el patíbulo rechina al vaivén de péndulo de un cuerpo todavía convulsivo.
La
copa está seca de nuevo y el negro no la quiere llenar más. Parece que me
conoce bastante bien, pero sin embargo no me respeta, y se ríe cuando le digo
que soy rey y trono sin reino (¿o reino sin trono?). Me sigue amenazando lleno
de furia. Es la tercera vez que me golpea en la cara. Las otras dos no me dio
tiempo a escribirlo.
Ahora
ya no me acuerdo qué es lo que estaba escribiendo, ni puedo leer lo que ya está
escrito. Nada importante seguro, a quién le puede interesar lo que escribe un
borracho, si ya ni a los reyes se les tiene respeto que se los golpea y se los
insulta y amenazan, y de una patada en el culo van a parar a la calle destronados
de la barra, desterrados de un reino sin soberanos, lleno de copas que quedan
vacías por la mañana y los bolsillos sin un cobre y una sed que me llena de
preguntas, y quizá también. Mejor terminar con esto y buscar otro trono que me
aguante hasta el mediodía, aunque sea.
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